El dĆa 3, domingo, celebramos la Fiesta del CORPUS CHRISTI con Santa Misa a las 11:30 y a continuación Procesión con el SantĆsimo.
Audiencia General de Benedicto XVI celebrada el miĆ©rcoles dĆa 17 de noviembre de 2010
Santa Juliana de Cornillon Queridos hermanos y hermanas: TambiĆ©n esta maƱana quiero presentaros una figura femenina, poco conocida, pero a la cual la Iglesia debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino tambiĆ©n porque, con su gran fervor, contribuyó a la institución de una de las solemnidades litĆŗrgicas mĆ”s importantes del aƱo, la delĀ Corpus Christi. Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida tambiĆ©n como santa Juliana de Lieja. Tenemos algunos datos acerca de su vida sobre todo a travĆ©s de una biografĆa, escrita probablemente por un eclesiĆ”stico contemporĆ”neo suyo, en la que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la santa. Juliana nació entre 1191 y 1192 cerca de Lieja, en BĆ©lgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por decirlo asĆ, un verdadero Ā«cenĆ”culo eucarĆsticoĀ». AllĆ, antes que Juliana, teólogos insignes habĆan ilustrado el valor supremo del sacramento de la EucaristĆa y, tambiĆ©n en Lieja, habĆa grupos femeninos dedicados generosamente al culto eucarĆstico y a la comunión fervorosa. Estas mujeres, guiadas por sacerdotes ejemplares, vivĆan juntas, dedicĆ”ndose a la oración y a las obras de caridad. Juliana quedó huĆ©rfana a los cinco aƱos y, con su hermana InĆ©s, fue encomendada a los cuidados de las monjas agustinas del convento-leprosario de Monte Cornillón. Fue educada en especial por una monja, que se llamaba Sapiencia, la cual siguió su maduración espiritual, hasta que Juliana recibió el hĆ”bito religioso y se convirtió tambiĆ©n ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leĆa las obras de los Padres de la Iglesia en latĆn, en particular las de san AgustĆn y san Bernardo. AdemĆ”s de una inteligencia vivaz, Juliana mostraba, desde el inicio, una propensión especial a la contemplación; tenĆa un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el sacramento de la EucaristĆa y deteniĆ©ndose a menudo a meditar sobre las palabras de JesĆŗs: Ā«He aquĆ que yo estoy con vosotros todos los dĆas hasta el fin del mundoĀ» (MtĀ 28, 20). A los 16 aƱos tuvo una primera visión, que despuĆ©s se repitió varias veces en sus adoraciones eucarĆsticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El SeƱor le hizo comprender el significado de lo que se le habĆa aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la lĆnea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litĆŗrgica, para la institución de la cual se pedĆa a Juliana que se comprometiera de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la EucaristĆa para aumentar su fe, avanzar en la prĆ”ctica de las virtudes y reparar las ofensas al SantĆsimo Sacramento. Durante cerca de veinte aƱos Juliana, que mientras tanto habĆa llegado a ser la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que habĆa colmado de gozo su corazón. DespuĆ©s se confió con otras dos fervorosas adoradoras de la EucaristĆa, la beata Eva, que llevaba una vida eremĆtica, e Isabel, que se habĆa unido a ella en el monasterio de Monte Cornillón. Las tres mujeres sellaron una especie de Ā«alianza espiritualĀ» con el propósito de glorificar al SantĆsimo Sacramento. Quisieron involucrar tambiĆ©n a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo en la iglesia de San MartĆn en Lieja, rogĆ”ndole que interpelara a teólogos y eclesiĆ”sticos sobre lo que tanto les interesaba. Las respuestas fueron positivas y alentadoras. Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite con frecuencia en la vida de los santos: para tener confirmación de que una inspiración viene de Dios, siempre es necesario sumergirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y la confrontación con otras almas buenas, y someterlo todo al juicio de los pastores de la Iglesia. Fue precisamente el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, despuĆ©s de los titubeos iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compaƱeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad delĀ Corpus ChristiĀ en su diócesis. MĆ”s tarde, otros obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios encomendados a su solicitud pastoral. A los santos, sin embargo, el SeƱor les pide a menudo que superen pruebas, para que aumente su fe. AsĆ le aconteció tambiĆ©n a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero e incluso del superior de quien dependĆa su monasterio. Entonces, por su propia voluntad, Juliana dejó el convento de Monte Cornillón con algunas compaƱeras y durante diez aƱos, de 1248 a 1258, fue huĆ©sped en varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, nunca tenĆa palabras de crĆtica o de reproche contra sus adversarios, sino que seguĆa difundiendo con celo el culto eucarĆstico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, BĆ©lgica. En la celda donde yacĆa se expuso el SantĆsimo Sacramento y, segĆŗn las palabras del biógrafo, Juliana murió contemplando con un Ćŗltimo impulso de amor a JesĆŗs EucaristĆa, a quien siempre habĆa amado, honrado y adorado. La buena causa de la fiesta delĀ Corpus ChristiĀ conquistó tambiĆ©n a Santiago Pantaleón de Troyes, que habĆa conocido a la santa durante su ministerio de archidiĆ”cono en Lieja. Fue precisamente Ć©l quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad delĀ Corpus ChristiĀ como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a PentecostĆ©s. En la bula de institución, tituladaĀ Transiturus de hoc mundoĀ (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción tambiĆ©n a las experiencias mĆsticas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: Ā«Aunque cada dĆa se celebra solemnemente la EucaristĆa, consideramos justo que, al menos una vez al aƱo, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espĆritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo estĆ” presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: āHe aquĆ que yo estoy con vosotros todos los dĆas hasta el fin del mundoā (MtĀ 28, 20)Ā». El PontĆfice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad delĀ Corpus ChristiĀ en Orvieto, ciudad en la que vivĆa entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se conservaba āy todavĆa se conservaā el cĆ©lebre corporal con las huellas del milagro eucarĆstico acontecido el aƱo anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sacramento de la EucaristĆa. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo TomĆ”s de Aquino āque en aquel tiempo acompaƱaba al Papa y se encontraba en Orvietoā, que compusiera los textos del oficio litĆŗrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavĆa hoy se siguen usando en la Iglesia, son obras maestras, en las cuales se funden teologĆa y poesĆa. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al SantĆsimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrĆ”ndose con estupor en el misterio, reconoce en la EucaristĆa la presencia viva y verdadera de JesĆŗs, de su sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación. Aunque despuĆ©s de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta delĀ Corpus ChristiĀ quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania, HungrĆa y del norte de Italia, otro PontĆfice, Juan XXII, en 1317 la restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un desarrollo maravilloso, y todavĆa es muy sentida por el pueblo cristiano. Quiero afirmar con alegrĆa que la Iglesia vive hoy una Ā«primavera eucarĆsticaĀ»: Ā”CuĆ”ntas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con JesĆŗs! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del SantĆsimo Sacramento. Pienso, por ejemplo, en nuestra adoración eucarĆstica enĀ Hyde Park, en Londres. Pido para que esta Ā«primavera eucarĆsticaĀ» se extienda cada vez mĆ”s en todas las parroquias, especialmente en BĆ©lgica, la patria de santa Juliana. El venerable Juan Pablo II, en la encĆclicaĀ Ecclesia de Eucharistia, constataba que Ā«en muchos lugares (ā¦) la adoración del SantĆsimo Sacramento tiene diariamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarĆstica en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del SeƱor, que cada aƱo llena de gozo a quienes participan en ella. Y se podrĆan mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarĆsticoĀ» (n. 10). Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos tambiĆ©n nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la EucaristĆa. Como nos enseƱa elĀ Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, Ā«Jesucristo estĆ” presente en la EucaristĆa de modo Ćŗnico e incomparable. EstĆ” presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, estĆ” presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarĆsticas del pan y del vinoĀ» (n. 282). Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo EucarĆstico en la santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero tambiĆ©n tratemos de ir con frecuencia a visitar al SeƱor presente en el Sagrario. Mirando en adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios, encontramos la pasión y la cruz de JesĆŗs, al igual que su resurrección. Precisamente a travĆ©s de nuestro mirar en adoración, el SeƱor nos atrae hacia sĆ, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegrĆa en el encuentro eucarĆstico. Con las palabras del himno eucarĆsticoĀ Adoro te devoteĀ repitamos delante del SeƱor, presente en el SantĆsimo Sacramento: Ā«Haz que crea cada vez mĆ”s en ti, que en ti espere, que te ameĀ». Gracias.